Adelanto Exclusivo La Última Línea de Fuga

La última línea de fuga es la primera novela de Iván D. Forero Sánchez, un escritor y writer de Zipaquirá, quien a raíz de sus experiencias escribe esta obra para reflexionar sobre el graffiti en Colombia, desde una perspectiva poco explorada: la literatura. Esta novela se estará estrenando en el marco de la FilBo 2024, publicada por la Editorial Skepsi. 

La trama aborda la vida y crisis de vocación de Roberto Santamaría, un periodista que está reevaluando su ejercicio como escritor, quien al conocer la muerte de Suber, Shuk y Skill, en una misión pintando el metro de Medellín, se interesa por el fenómeno del train writting del graffiti, pues lo ve como un ejercicio de vocación admirable. Sin embargo, lejos de ser una obra lineal, la estructura está intervenida por fragmentos de poemas, canciones, videos y otras formas discursivas como ensayos o cuentos que se suman a la historia como voces entremezcladas en un paseo por las aceras. De hecho, la forma de la novela se plantea como un vinilo, con un lado A, el cual corresponde a la vida del periodista; por el otro lado, el B, se muestran sus notas de investigación, entrevistas, apuntes y finalizando con un clip sobre el graffiti, hecho conjuntamente con Kadir Molano. 

Presentamos este adelanto de un capítulo de la novela de Iván D. Forero Sánchez, que corresponde a un cuento sobre un evento que marco el devenir del graffiti en Colombia: el infame asesinato de Diego Becerra por parte de un policía, que ayudado por una red de criminales del Estado encubrieron el hecho. Con un tono irónico, se busca a partir de una ronda infantil demostrar que la versión oficial trato de ingenuos a los que le siguieron la pista a los hechos:

LADO B, Capítulo F: ¿Quién nos cuida de los que nos cuidan?

“Caminábamos todos en nuestro ambiente,

la noche ya reinaba, se veía muy poca gente.

¡Run, run! la sirena. contra la pared,

Hijueputas, no se muevan que cayeron en la red”.

Pasaporte sello morgue, La etnia.

 

Un patrullero se refregaba la sangre derramada. Como la tinta se resistía fue a llamar a otro patrullero.

En el azare de la noche capitalina se desplaza una buseta hacia el sur de la ciudad. Un vándalo de poca edad saca un arma e inicia la candela del atraco. Para su mala suerte al bajarse un policía le prende carrera. Con la fuerza de su entrenamiento, Wilmar Alarcón recorta la distancia. El ladrón gira, dispara. Contrataca acertadamente. El cadáver se desparrama sobre la calle, exactamente el puente de la 116 con Boyacá. 

Dos patrulleros escondían un arma en una escena montada, como la verdad se resistía, fueron a llamar más patrulleros. 

Ahora, una llamada, informar sobre lo sucedido. No es fácil quitar una vida. El escenario se comienza a llenar de policías, tenientes, generales. Levantamiento de cadáver, declaraciones. Todo por lo legal. Habrá que buscar al conductor, que se haga el denuncio. Cumplir con el deber, tarea compleja. De fondo se oye “19 de agosto del año 2011”. ¡Qué forma de iniciar la semana!

Un patrullero se refregaba la tinta derramada. Como la sangre se resistía fue a llamar a otro despreciable. Un teniente organizaba toda una fachada, como la tinta se resistía tuvo que comprar falsos informantes.

El jueves 22 de agosto en el CAI del barrio 20 de Julio, el conductor de la buseta Jorge Narváez acude a instaurar una demanda, la cuestión: un hurto ocurrido en su vehículo la noche del lunes anterior. Su esposa, Nubia, le acompaña y sirve como testigo. Confirman que el joven los intimidó con un arma, bajó corriendo e hizo disparos hacia el policía que emprendió carrera tras él. Hay otra denuncia, hecha por Juan de Jesús Quiroga, pero esta, dado a un error humano, cosas que pasan, quedó mal registrada. Por lo cual se procedió a eliminarla.

Después del levantamiento hecho por la medicina legal, que transporta el cadáver para que sus familiares puedan ir a identificarlo, se tiene una charla con los padres de Diego Felipe, nombre del joven asesinado. Acomodar el discurso, usar eufemismos, ceder en puntos… El objetivo es claro: que los señores Gustavo Becerra y Liliana Lizarazo entiendan que los padres conocen una parte de las vidas de sus hijos, que las drogas y la vida de barrio ponen máscaras a los rostros que manejan intra muros de casa. Como siempre se resisten a la verdad, dicen que el joven no era ningún ladrón, imposible un arma a su alcance, que era sólo un grafitero. Ya el tiempo se encargará de dar las razones suficientes. 

Se creyó que la ira pasaría, que la terquedad no les duraría sino unos pocos días después del entierro, que las manchas de pintura que remarcaron la sangre derramada se borrarían al acumularse las horas.

Un General se refregaba la sangre derramada. Como la tinta se resistía fue a llamar a otro delincuente. Un abogado manipulaba las pruebas recopiladas, como los testimonios no encajaban tuvo que planear otra jugada. 

Marchas, tomas de calles, el apoyo de graffiteros que le conocían al joven, no como Diego o Felipe, sino TRÍPIDO, el que pintaba al gato Félix. La semilla de la duda se sembró con tanta insistencia. Y entonces, de ser verdad: ¿quién nos cuida de los que nos cuidan? Si se derrama la sangre que corra la tinta: paredes y retinas fueron el objetivo de las planas que se escribían en Bogotá: ¿quién nos cuida de los que nos cuidan?

Y si la verdad brillara como las letras cromos pintadas en los puentes de la ciudad.

Y, entonces, supimos, exigimos saberlo: que no, no hubo atraco. Que la buseta era más endeble que la mentira. Los testimonios fueron plantados: el relato de la violencia de barrio, del chico perdido en vicios, los padres que no saben las vidas ocultas de sus hijos, el arma jamás accionada… Falso. Diego Felipe disparaba su aerosol en el gris aburrido del puente. La sevicia de Wilmer Alarcón derramó sobre el gete el futuro de un pelado de 16 años. Y la telaraña sobre la cual se posan las mentiras, del batallón movilizado para armar el teatro del asesinato de TRÍPIDO, los testigos pagos con bonos de cien mil en mercado, todo cede. Altos mandos involucrados, una telaraña de militantes policiales y judiciales al servicio de la muerte, del disfraz atroz de los llamados falsospositivos. 

Un abogado manipulaba las pruebas recopiladas, como los testimonios no encajaban tuvo que planear otra jugada: otros patrulleros bombardeaban a los primeros patrulleros para esconder la verdad maquillada.

Wilmar Alarcón sentenciado a 37 años de cárcel, en un juicio irregular que se aplazó un día, todo para otorgarle el derecho a ser prófugo, a ser custodiado en el hotel en el que se hospedaba para luego desvanecerse todos estos años, en los que se le ha visto hacer el trabajo sucio de la Ley en Casanare.

Más de 20 policías y abogados judicializados, condenas que van desde los 10 hasta los 22 años. Nombres que se esconden, amenazas contra los que ceden en las declaraciones. Atentados contra los abogados, contra los propios policías juzgados por parte de nuevas estructuras de patrulleros de la sangre. La familia de TRÍPIDO que no se rinde, que se resigna a archivar el caso, una muerte no es una noticia mediática. 

Esperamos escuchar el estruendo de la caída. 

 

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